Premios, premios

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Paso la tarde en casa, tranquilo, casi todo el rato en silencio, con la compañía mínima de mi perra Lolita, con una intensa sensación de cansancio y de alivio, después de demasiados días de trajín. La tarde acompaña: fresco, nublado, olor de lluvia posible en el aire, colores apagados de octubre. Contesto por teléfono a algunas entrevistas sobre el premio Nobel a Mario Vargas Llosa. Carlos Rubio, corresponsal de Reforma, de México, a quien conozco desde hace ya muchos años, me pregunta qué me parece algo que Mario ha dicho, que éste era un premio a la lengua española. Le digo que no estoy de acuerdo, con todos los respetos: aquí lo que se celebra es a un escritor, no a un idioma, porque esas novelas podrían estar escritas en cualquier otra lengua, y tratar de otros personajes y otros países, y el efecto sería el mismo. Me llaman de El País para que escriba algo, y las horas de holganza que tenía previstas se alejan, como tantas veces, hacia un futuro cercano, aunque siempre hipotético. Cómo será no tener nada que hacer, ningún compromiso pendiente, ninguna deuda que pagar, ninguna carta atrasada que responder, ninguna fecha límite que se acerca con la fatalidad del plazo de una hipoteca. Pero soy disciplinado y me siento a escribir, y a las pocas líneas las palabras fluyen y las ideas vienen y me gusta dejar testimonio una vez más de mi admiración  por un escritor que ha cultivado el arte de la novela a lo largo de los últimos casi cincuenta años con una vocación, una entrega, una capacidad de observar e inventar que son las de los más grandes, Bellow o Roth o el Don DeLillo de Underworld, por citar sólo autores cercanos en el tiempo.

Pienso en el azar, en el fetichismo excesivo, en la justicia y la injusticia de los premios, en el modo en que los escritores pierden la paz de espíritu por desearlos y no tenerlos, o por tenerlos y preferir de pronto y ya sin remedio no haberlos conseguido, o por desear que ya no los obtengan otros. Contra el pobre Camus arreció la cacería cuando le dieron el Nobel. A Bellow no se lo perdonaron algunos de sus críticos, que a partir de entonces le dedicaron reseñas tan crueles que a mí me habrían forzado a retirarme de escribir. Por amigos comunes sé que Roth cada año lo espera en vano, y ve desde su ventana cómo se apostan en la calle los periodistas y los equipos de televisión, y luego se marchan. Borges se defendió con una de sus ironías: “No darme el premio Nobel se ha convertido en una antigua tradición escandinava”. Cela lo recibió vengativamente: después de que se lo dieran exigía con vehemencia iracunda que le dieran también el Cervantes, y cada año que no se lo daban se enfurecía más. “El Cervantes es una mierda de premio”, dijo una vez. Bioy, que sí lo había recibido, observó: “Le agradezco su opinión, por la parte que me toca”.

A Bioy le dieron el Cervantes al día siguiente de que Enrique Vila-Matas y yo lo acompañáramos en una mesa redonda, en la que al final Montero Glez ha recordado que se acercó a que yo le dedicara un libro, hace ahora veinte años, casi día por día. Elvira, a quien yo apenas conocía, había venido a verme esa noche y la convencí para que se quedara a la cena. Me gustaba tanto que habría hecho cualquier cosa para que no se marchara. Bioy fue delicado y caballeroso con ella. Al día siguiente, ella lo llamó desde la emisora en la que trabajaba, porque acababan de darle el Cervantes, y descubrió con remordimiento que había despertado a Bioy de la siesta, y que él no sabía nada aún del premio. “Bioy, ¿se acuerda de mí?”, le dijo ella. Y Bioy contestó, como un héroe sentimental de Bioy: “Cómo haberla olvidado”.

A la mitad del artículo que tengo que entregar como máximo dentro de media hora dejo de escribir porque he escuchado que llovía y salgo al jardín. La lluvia cesa en unos minutos. Apenas ha mojado el suelo y las hojas de los árboles. Parecía que estaba anocheciendo y vuelve a clarear, porque se apartan transitoriamente las nubes. Hay un sol débil, que brilla en las hojas mojadas, una claridad pálida, amarillenta, como de azufre, que surge del suelo, de las superficies claras. El sol poniente se refleja en las nubes y las nubes proyectan esa claridad entre amarilla y rojiza sobre la tierra, una fosforescencia que se apaga. No hay viento pero las hojas se mueven: el sismógrafo ultrasensible de cada tallo de bambú. Salgo de nuevo para estirar las piernas cuando he terminado el artículo y ya está anocheciendo de verdad. La luz amarilla de la tarde perdura amortiguada durante unos minutos en los membrillos maduros.

Mientras me hago mi cena solitaria y frugal escucho a Mario Vargas Llosa en la radio, hablando desde Nueva York. Tiene la voz fatigada y feliz. Me gusta que hable de gratitud y de amor por la literatura: se acuerda de quienes le ayudaron: Carlos Barral, que logró para él el premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros, uno de esos premios que sirven de verdad porque cambian la vida; su agente, Carmen Balcells. Habla con gratitud de España, donde encontró editores, lectores, amigos. Muestra su alegría y al mismo tiempo recuerda que el veredicto final sobre una obra literaria no lo da ningún premio, sino el paso del tiempo, las generaciones sucesivas que se reconocen en su lectura. En la distancia corta, Mario es un hombre afectuoso y a la vez distante. Aunque se esté en privado con él, él da la impresión de encontrarse un poco en público, quizás por la entonación de la voz, por la rigidez de la presencia. Me acuerdo de cuando Norman Manea nos invitó a los dos a dar unas clases en Bard College, del calor con que les hablaba a los estudiantes, de un paseo por un camino en un bosque hablando con fervor de los cuentos de Juan Carlos Onetti. Tengo sobre la mesa un paquete con las galeradas de su última novela: me las han mandado de Letras Libres, para que escriba una reseña sobre ella. Lo que deseo es que me guste mucho.